viernes, 3 de junio de 2011

La Vaca Muerta



Existía junto al arroyo De Las Calaveras, uno de los tantos brazos del Salado, un cañadón que como no era terreno fértil por el salitral del agua de este río, se usaba como cementerio para el ganado muerto.

Allí se depositaban los cuerpos descompuestos de las vacas que iban muriendo en la estancia y quedaban fermentando al aire libre, siendo el manjar de los carroñeros. El olor siempre era nauseabundo, pero el hedor se transformaba en insoportable cuando el arroyo desbordaba y hacía de aquel terreno una laguna de aguas podridas donde flotaban los pedazos de animales muertos.

Por esa razón, en el casco de la estancia que una vez fue el fortín De Las Calaveras, en la vieja línea de defensa contra el indio, el viento norte siempre soplaba fétido.

Lo peor de todo en este lugar perdido en el mundo, ocurría cuando las aguas de la crecida del arroyo bajaban y dejaban un barreal de carne y huesos hediondos. Cuando esto pasaba, todos en la estancia sabían una regla: “el animal o el humano que cayera en el barreal del cementerio de las vacas, se enterraría sin remedio en el barro y la descomposición, y moriría inevitablemente atrapado”. La advertencia a todo forastero que viniera a cazar o a pescar en el arroyo era siempre la misma: “guarda cuando llega al monte, no se vaya a meter en el barreal podrido antes del arroyo, porque se va hundir y va a desaparecer allí adentro”

Para los que se criaron en la estancia, era uno de los lugares más temidos por las criaturas y todo el mundo sabía que podía tragarse todo lo que en él cayera…






Denis pisaba los 32 años y vivía en la ciudad donde trabaja en un mono-ambiente del centro. Durante su vida no había podido resolver un tema que para el resto parecía fácil o al menos accesible. Vivía en soledad y más aun en la soledad afectiva de no tener alguien al lado. Sus intentos se sucedían como una colección de fracasos que se agotaban en meses.

Así estaba esa tarde de sábado cuando le propusieron un encuentro por chat y después de unas horas de sexo casual y ardiente, la propuesta fue volver a verse pero sin compromisos.

Desde ese día todos los días había un mensaje de texto en su celular, que entraba como respuesta a uno anterior despachado, invitando a revivir un momento de desahogo de la libido. No debía haber afectos en el medio, simplemente encuentros que se agotaban en saciar el placer.

Distaba de ser lo que siempre buscó, pero era lo que había. Es que cuando no hay nada de lo que se desea, eso que se le parece se valora, aunque sea un vacío. Muy en el fondo de ese vacío había una ilusión, una esperanza en cuanto a mudar esa situación hacia la deseada. En eso se justificaba la permanente preocupación por perpetuar los encuentros.

En esas estaba cuando comenzó a descubrir que su papel era el del oficio de ser un amante. Eran eso; amantes y cada encuentro terminaba teñido por la sospecha de ser el último. No había una promesa de volverse a ver, había tan solo una pregunta en su lugar: “¿la pasaste bien?” y era la respuesta afirmativa la que alimentaba la esperanza de volverse a ver. Conseguir esta situación llevó a que Denis pensara que debía aprender reglas, principios que orientaran su actividad para ser un amante lo suficientemente bueno y que dejara instalado el deseo de una vez más en su “partenaire sexual”.

A esa conclusión llegó durante la segunda semana, después de un encuentro donde su partenaire le confesó que había estado buscando conocer alguna persona en esos días, pero como no había conseguido a nadie debió recurrir a Denis.

La angustia al escuchar eso avasalló cada rincón de su espíritu buscando extinguir la pequeña ilusión que alimentaba los encuentros. Tanto resonó que no le dejó posibilidades de reaccionar. Ese día regresó a su casa con un gran pozo adentro, un gran hoyo que era recorrido por un viento frío y áspero que lastimaba sus paredes al rozarlo.

Cuando entró a su casa pensó qué debía ser un buen amante a pesar de todo y después de un rato, y para asegurarse de recordarlo, escribió en un papel la primera regla que debía obedecer y la pegó en el espejo donde diariamente se reflejaba. Esa regla decía: “Un amante sabe que no es único en la cama de su partenaire”.

Esa sería su garantía para cumplir con la parte del trato que había asumido. Siendo bueno en lo que se había propuesto, los encuentros seguirían y si continuaban en algún momento podría darse la posibilidad de encontrar lo que su ser tanto anhelaba. El cariño iría surgiendo con el tiempo, el afecto surgiría de comprobar que valía la pena, sólo era necesario hacer bien las cosas.

La segunda regla apareció al día siguiente, cuando el encuentro pautado fue cancelado por una invitación al cine que surgió a último momento. Denis, sin otros planes, nuevamente se paró frente al espejo con otra regla: “un amante sabe que es deseado solamente por momentos”.

Así siguieron originándose nuevas reglas que fueron cubriendo de a poco el espejo. Había muchos papeles. Uno de ellos, inspirado en un día en que vio en la casa de su partenaire un regalo preparado para alguien con quien esa noche iba a salir a cenar, decía que “un amante no espera cenas, regalos, paseos, cumplidos ni antenciones”. Llamaban la atención otros dos. Uno que decía: “un amante siempre está disponible, preparado, resplandeciente y listo para satisfacer” y lo había escrito después de una madrugada, cuando acudió luego de un llamado que el partenaire le hizo al regresar de una fiesta con ganas de sexo y bajo los efectos del alcohol. Ese día, Denis ya dormía y debió cancelar compromisos hechos para el día siguiente a fin de poder acudir a la cita. El otro lo escribió después de una charla que habían tenido los dos, donde le había dicho que le caía bien, pero que no buscaba nada más de lo que tenían hasta ese momento. Esta regla decía: “un amante sabe que nunca habrá nada a cambio”.

Eran muchos los papeles. Casi ya no había posibilidades de reflejarse en ese espejo que solamente ofrecía las claves, las reglas, el precio para poder mantener la continuidad de esos encuentros. Quedaba solamente un huequito en el espejo, que tal vez empezaba a presagiar algún tipo de definición para todo esto.

Fue un sábado a la noche, donde los dos coincidieron en el mismo lugar donde fueron a bailar. Denis al darse cuenta que estaba allí, fue a su encuentro y quiso darle un beso. La reacción de su partenaire fue darle un empujón muy fuerte a la altura del pecho, decirle un “esto ya fue, andá” y marcharse con otra persona.

En ese momento el viento áspero y frío que corría por el vacío del alma de Denis, alcanzó la ilusión que se ocultaba en su interior y arrasó con ella definitivamente. Al llegar a su casa, tomó como las otras veces un papel y escribió la regla que aprendió ese día: “un amante sabe que no lo quieren ni va a ser querido”. Cuando pegó este último papel, notó que el espejo quedó tapado en su totalidad, pero además, se dio cuenta que ya no tenían sentido las reglas porque no existía más la razón para cumplirlas.

Fue entonces que exhaló el viento áspero y frío de su interior, y ese aire que raspaba tenía el mismo aroma que el barro del cementerio de las vacas.

En la madrugada del domingo, recordó las reglas que todo el mundo sabía en la estancia donde había crecido. Rememoró muchas veces que todos decías que lo que fuera arrojado al barreal desaparecía y no volvía más. Notó además, que hacía un mes había terminado la temporada de lluvias que hacía rebalsar el arroyo y que siendo junio el barreal estaría justo para tragar lo que fuese. Pensó entonces si ese lugar, que era capaz de fagocitar animales enteros, podría tragarse el vacío que sentía en ese momento y concluyó que sí.

Ese domingo no salió de su departamento del centro. Cuando se acercó la noche, se vistió con sus mejores ropas, imaginando que iba a un encuentro, tomó su auto y marchó rumbo a la estancia donde había crecido. El resplandor de la luna sobre los huesos que flotaban en el barreal podrido le hizo reconocer el lugar. Llegó con su auto hasta una alambrada y desde allí caminó hasta el lugar.

Parado frente al barreal del cementerio de las vacas, sintió una vez más su vacío, repasó las reglas una por una, supo que las había cumplido muy bien y que era un gran amante. Incluso a la última que escribió. Pensó que nadie ya en el mundo lo quería, ni siquiera a sí mismo se quería. Escuchó el viento entre los chañares del monte y comenzó a enterrarse en barreal hasta desaparecer.

La muerte de Denis fue sospechada por el auto que quedó en la alambrada como a cuatro potreros del cementerio de las vacas. Igualmente su cuerpo no se encontró nunca en el barreal.

A raíz de la desaparición, se ordenó revisar todo su departamento. Allí sorprendió el espejo lleno de papeles con las reglas. Quien más se sorprendió fue uno de los oficiales designados en esta investigación al darse cuenta que el desaparecido era la misma persona que hasta el sábado anterior había sido el mejor amante de su vida.

La ensaladera de un domingo a la mañana en la testa

1) El llamado.

Había alcanzado la impunidad. ¿La impunidad?




No. La impunidad no, pero sí la estabilidad. En esas estaba cuando en la madrugada que inaugura el fin de semana irrumpió el llamado.

Como era tarde atendí sin mirar el número que aparecía en el display. Del otro lado nadie dijo “hola”. Como quien te conoce de toda la vida descuidó toda formalidad y descubrió su intimidad sin reseras. Se escuchaba un llanto contundente contra el cual alguien luchaba tratando de ahogarlo. El “¿quién habla?” se contestó con un “Yo”. Esa identificación resultó suficiente para disipar toda duda. Era el Yo con mayúsculas de mi vida que había vuelto a mitad de la última madrugada de enero. La conversación tuvo dos líneas más:

_ “¿Qué te pasa?

_ “Vení a buscarme… Por favor…

Allí se terminó. Un par de sollozos se oyeron antes de cortar. No pude seguir durmiendo. Tampoco devolví el llamado. No voy a ir (ni bosta, como dicen los cordobeses).

Aunque es bruja la perra, no sé como intuyó que en una semana viajo.




2) La impunidad y la audacia para decirte…


Hay personas que no creemos en el amor. O mejor dicho, creemos pero de una sola vez y nunca más. Como uno de esos bichos ponzoñosos. Con su veneno matan pero lo pueden usar una sola vez en la vida. Una vez usado se mueren o andan por la vida medio indefensos, disparando de los peligros y metiéndose bajo las piedras, sin tener encima eso que los hace tan temerarios.

Es así. Una vez y basta. Se entregó y se pierde. Podremos tener otras personas, pero estas nunca podrán tenernos a nosotros. Ya nos entregamos, no podemos volver a hacerlo. Lo que había se terminó. Nuestra “cosa” especial se fue por los caños.

Así duramos, cargando el no haber sido correspondidos en la entrega que hicimos, esperando la muerte para salir del mundo, sabiendo que no quedan oportunidades.

 Podrá parecer detestable o despechado. Capaz que sí. Capaz que no. En todo caso, para el consuelo, nos otorga una nueva capacidad: ser intocables a los encantos de un nuevo frenesí, que nos dé igual, ser inmunes a volver a palpitar la espera de un encuentro, poder jugar al dominante con quienes se nos acerquen, no tener piedad,  no sentir, despreciar la entrega amorosa del resto… “Eso” nunca más lo volveremos a sentir. 

Podrá unirnos la lástima por el otro, pero eso que sentimos y entregamos cuando estuvimos juntos, cuando nos ponzoñamos uno al otro, no. Es más, nunca lo podremos recrear con otro ser. Me cagaste y te cagué. Nos cagamos y ahora te la tenés que aguantar como me la aguanto yo. Hasta que te mueras, esa es nuestra posibilidad de liberación. Sino podés matarte, a mí no me jode. Viva tampoco puedo tenerte.  Al menos muerta y enterrada puedo llevarte flores sin tener que ayudarte a pensar una excusa para tu mundito.  Si querés matarte, matate. Eso sí, avísame con tiempo, mirá que San Isidro me queda lejos y a contra mano para ir y encargarte una corona. Disculpá que en la cinta no va a decir nada. Explicar lo nuestro, nominar qué es lo que somos, es bastante complicado.  

Y no me llames más por teléfono. No estoy. Cuando yo estaba vos te fuiste y ahora a la madrugada duermo (y sin soñarte). 





3) Ensalada de cogollos de rosa. (El relato de la semana – leer con la necesaria independencia del resto)


Ensalada de berro, cogollos y pétalos de rosa, con trocitos de pollo, cerdo y camarones.





Las historias de hotel siempre prometen el sabor incontenible que invita a probarlas. La que quiero contarles tiene un poco de cierto y un poco de mentira y como en este oficio todo lo que se cuenta se hace entre líneas, queda a quien lo lee decidir qué parte es realidad.

Durante las temporadas altas y en los destinos preferidos para el turismo, los hoteles cambian  a diario sus huéspedes. No termina de desalojarse una habitación, que alguien ya la está esperando con ansiedad para ocuparla.

Les llevó a las mucamas media hora dejar en condiciones la habitación 120. Apenas estuvo lista, hice entrar el equipaje con los botones y la ocupé con deseos de aliviar el largo viaje.

Siguiendo una de las extrañas manías que tengo, inmediatamente miré bajo la cama y allí vi un bulto que me llamó la atención y da origen a todo lo que voy a contarles.

Era uno de esos cuadernos de notas que regalan en algunos hoteles, donde uno escribe locuras que se le vienen a la cabeza. Por la letra pertenecía a un tipo. Los pocos escritos que se iniciaban con la fecha de hace algunos días, nunca daban el nombre ni los datos del sujeto.  La caligrafía era hasta un poco infantil. Apretada, larga para arriba y estirada para abajo, con gambas estrechas y sin continuidad. Muchas veces nombraba a una tal Lía.



En lo que sigue pretendo resumirles lo que logré leer:

Primer día

“Llegamos muy cansados. Lía se tiró apenas entramos. Como siempre no habló mucho. Por momentos disfruto de esa forma de ser un poco esquiva, de otra forma creo que debelaría un misterio que me tienta permaneciendo oculto. Cuando se durmió me quedé contemplándola largo tiempo. Es una criatura llena de encantos.”

Segundo día

“Hoy recorrimos un largo trecho caminando.  Como siempre ella se quedó callada y un poco distante. A la tarde prefirió dar una vuelta sola. Ignoro qué hizo, mientras tanto yo hice compras.

Reconozco que demoró un poco, no sé qué habrá hecho. Me basta que haya regresado y que al hacerlo demostrara satisfacción por el día que pasamos.”

Tercer día

Lía durmió toda la mañana. A la tarde estuvimos juntos.

Noto que le resulta simpática a la gente. En el hotel saludó a algunas personas que hasta este momento yo no había advertido. Son detalles que me colman de admiración. Su encanto no tiene fin.”

 Cuarto día

“Desde hace dos horas Lía desapareció. Dejó su celular en la habitación de modo que no sé dónde puede estar en este momento. Hay instantes en que el misterio comienza a desconcertarme.”

Quinto día

“Regresó entrada la madrugada, se bañó y se tiró a dormir desnuda. No me hizo la menor insinuación. Es como si no me hubiese notado durmiendo junto a ella.

Durmió toda la mañana. Por la tarde paseamos un poco. Espero que en las próximas horas no desaparezca nuevamente.”

Sexto día

“Anoche no desapareció, pero sí lo hizo hace un rato. Admito que ya no soporto las continuas desapariciones de Lía. Quisiera una explicación. Pero cuando las pido tengo el temor que uno de estos días no regrese.”


“Es de noche y muy tarde. Escribo encerrado en el baño. Lía regresó, se dio una ducha y se tiró a dormir boca abajo cubriendo sus nalgas tan solo con un pañuelo húmedo.  No habló. Mañana pienso pedirle explicaciones al respecto.”

Séptimo día

“Por la mañana desperté y Lía dormía. Salí a caminar y cuando volví no estaba más. También faltaban algunas de sus cosas. ¿Habrá ido a algún lugar? Cuando regrese me va a escuchar.”

Octavo día

“Me dormí esperándola y no llegó nunca. En la recepción me contestaron que no sabían nada de ella. Ayer partió un contingente y arribó otro, pero ella figura aún registrada. Pienso ir a la policía.”

Noveno día

“La policía no fue de mucha ayuda. Lía no volvió. Pasé el día encerrado aquí dejando mensajes en el contestador de su celular. No me responde.”


“Son las seis de la tarde. Me llamaron desde la recepción del hotel para darme un sobre que uno de los huéspedes al dejar la habitación entregó para Lía.

Entré a la habitación y abrí el sobre sin pensar. Había allí un DVD que puse inmediatamente en aparato para verlo.

El DVD tenía dos videos caseros que me explicaron la razón de la desaparición de Lía y su comportamiento.

En el primero de ellos se la veía tirada sobre una cama en una habitación similar a esta. Completamente irreconocible para mí, pedía ser atravesada por un pedazo de carne.

Después de unos minutos escuchándola decir toda clase de vulgaridades, la cámara se quedó fija en un plano y se veía un tipo practicándole una brutal penetración. Ella se entregaba sin reservas y no paraba de reclamar una copulación mucho más brava.

Al terminar, se lograba ver la cara de un tipo y quedaba al descubierto uno de los huéspedes que ella saludaba a diario en el restaurant del hotel.

El segundo video mucho más lascivo que el anterior, se iniciaba con una sesión de sadismo dónde él le propiciaba azotes con un cinto sobre las nalgas, para luego de enrojecerlas al punto de sangrar, iniciar una penetración anal casi animalesca.

Cada detalle de lo vivido encontró en aquel video su justa causa.”

Décimo día

“Anoche miré los videos muchísimas veces. Al final me masturbé viéndolos y luego me dormí. Hoy preparé mis cosas y en un rato debo irme. Dejé sus cosas en el placar tal como las abandonó.

En cuanto a mis sentimientos, creo que…..”



Allí concluía. Una vez que terminé de leerlo, revisé el aparato de DVD  y vi que estaba vacío. Fui entonces hasta la recepción del hotel y les dejé el cuaderno. Quien atendía, me comentó que este sujeto había dejado también ropa de la mujer que lo acompañaba. Me expuso además su hipótesis de una pelea conyugal. Según esta persona, estas historias eran más comunes de lo que cualquiera puede imaginarse.





El vaivén de los cipreses

"Cuenta la leyenda del Ciprés de la Sultana, que allí en los patios de la Alhambra donde termina la Escalera del Agua, la esposa de Boabdil, último rey nazarí de Granada, fue sorprendida con un Caballero Abancerraje de la Tribu de Abend Hud.
Allí mismo, contra un ciprés fue degollada desencadenando la extinción de la familia de los Moros".



El aire de la madrugada recorría los cipreses de un jardín que servía de marco oportuno para una fiesta sencillamente ideal. Sonaba surgiendo desde el mismo ambiente, un relajado tema de Julieta Venegas, al cual inusualmente le había entregado mi cuerpo. Y me balanceaba despreocupadamente en medio de un paisaje de completa distensión. No era el comportamiento habitual, pero no importaba en absoluto, brillaba en aquella noche, extrañamente lo había logrado.


Esa fiesta en medio del jardín de cipreses movidos suavemente por el viento de una madrugada primaveral, era definitivamente perfecta.


En ese contexto, ella irrumpió, con lágrimas en los ojos y moviendo magistralmente su elegante y opulento abanico a la moda de Eugenia de Montijo. Una gota de maquillaje manchaba su delicada camisola de estilo oriental. Llegó hasta a mí e intentó sin éxito romper mi hechizo con una frase que me fue indiferente: “Se cumplió la predicción que desde el primer momento vaticinó Vera”...



Una hora antes, muy lejos del jardín de cipreses, se había abierto la puerta del ascensor y él había quedado al descubierto frente a los estupefactos vecinos que bajaron espantados al palier, esperando a la policía después de oír los desgarradores gritos que provenían desde el interior del departamento.


Cuando se abrieron las puertas forradas de aluminio gris, él dibujaba una sonrisa perversa mientras miraba abstraído una cuchilla que goteaba pacientemente sangre a punto de coagularse.


Estaba desnudo, en una de sus manos sostenía una cuchilla y en la otra una hoja de agenda arrancada con desprolijidad donde podía leerse un número de teléfono escrito con tinta azul.


Los gritos se habían iniciado más o menos veinte minutos antes de ver este espectáculo.


Él vivía esporádicamente con su madre en aquel departamento. Todos sabían en el edificio de las constantes depresiones de su madre y las locuras generadas a partir de ella. De ese modo alternaba los pocos aspectos de su vida, casi exclusivamente su estudio, con las tragedias de turno fundamentadas en teóricos abandonos y olvidos que la madre protagonizaba con efectividad.


En el último año había logrado tener a una persona a su lado, la única y la primera en su vida a este momento, y también había renunciado a ella obedeciendo a esa especie de imperativo categórico que la madre le instalaba cotidianamente en sus pensamientos.


La historia de amor entre ambos había germinado con la promesa de convertirse en una situación perpetua. Sólo que la sombra de su madre nunca claudicó en su propósito de concluir con toda aquella telenovela transpolada a la vida real.


Los intentos constantes por darle fin fueron incrementando su intensidad con el pasar del tiempo y al cabo de unos meses dieron su fruto.


Justamente minutos antes de entrar en el ascensor, él rememoró aquel día. El llamado desesperado donde amenazaba matarse y la entrada a su departamento viéndola con una pierna trepada al balcón en medio de gritos y reclamos de atención. Fue ese día cuando decidió ponerle fin a su oportunidad. Aplazándola para más adelante o aventurándose a los designios del destino con la posibilidad de encontrar otra persona, más cercana a las expectativas y demandas de su progenitora y guardiana. Desde entonces cargaba con la huella que dejó en su vida, aquella que puso por primera vez una pisada en sus sentimientos de hombre.


Desde aquella decisión reinaba una aparente calma. Pero la estabilidad lograda, llegó a su fin aquella noche cuando su madre quiso dar un paso más en la posesión que había logrado sobre su hijo.


Ambos se habían acostado temprano, conforme a una rutina que les era habitual. La normalidad se rompió cuando su madre se metió en la cama que él ocupaba reclamándole ser amada a un extremo antinatural.


Con la somnolencia característica de quien sufrió la interrupción del sueño, no reaccionó de primer momento frente a los comportamientos horrorosos de las prácticas incestuosas que su madre gozosamente le comenzó a practicar.


Resistió así el quedar desnudo, el rozamiento del mismo cuerpo que lo había engendrado, el beso de una boca seca, la incontenible ansiedad de una felación efectuada sin reservas ni pudores.


Fueron pocos pero contundentes instantes, hasta que al fin reaccionó y corrió desnudo fuera de la habitación. Su madre lo persiguió con furia, ofreciéndole sin disumulo su carne y reclamándole correspondencia.


Fueron tales los epítetos del incesto y las imágenes de su madre desnuda gimiendo, que su mente no logró resistir el momento. Junto a la mesada de la cocina, tomó un cuchilla y con la bronca por todo lo que no fue, por el horror de aquella invasión nocturna, por lo sucio de aquellas palabras, se dedicó a cortarla en tantos pedazos como fuera posible. Solamente pensaba en reducirla. Como si así, provisto de aquella arma de acero, pudiese borrar definitivamente de su vida la pesada huella de la mujer que lo trajo al mundo.


Cada vez que el cuchillo se hundía en la carne, cada vez que le arrancaba un pedazo del cuerpo, su madre respondía con gritos desgarradores. Con el tiempo y a medida que lo ganó el entusiasmo en la empresa, él arrojaba al aire sarcásticas carcajadas. El macabro espectáculo duró trece minutos. Aun el silencio no había ganado la escena cuando los vecinos alertaron a la policía.


Apenas cayó al piso el cuerpo lacerado de su madre, el silencio que inundó el departamento se alteró por el ruido de las sirenas policiales que coparon la calle. Él dio media vuelta, buscó su agenda y arrancó una hoja donde tenía anotado un número de teléfono con el nombre de quien quiso amar una vez, salió de la vivienda, pidió el ascensor y así desnudo, manchado de sangre y con el arma que había usado para ejecutar su cometido en una de sus manos, bajó para encontrarse con el mundo.


Sin resistencias fue introducido a un auto que lo llevó a la comisaría. Una vez allí solicitó se le comunicara con la persona cuyo nombre se leía en el papel, para contarle todo lo que había ocurrido. No permitieron que lo haga él mismo, quien llamó fue un policía de voz corroída por el cigarrillo.


Así se enteró ella, que hasta momentos antes disfrutaba de la fiesta, con un impactante abanico que agitaba arrancándole suspiros de alivio al viento de primavera, en medio de un jardín de cipreses inundado de una melodía distendida, donde yo me entregaba a esa música, completamente indiferente y despreocupado…




De fuertes vendavales en agosto

Corría algo así como el 1615, cuando llegó al Callado la alarma de una inminente invasión holandesa.

Pronto las novedades alborotaron a toda Lima llenándola de pánico. El saqueo y la destrucción se repetían sin cesar como temibles amenazas entre las calles virreinales de aquella ciudad codiciada por maleantes y ladrones de los mares.

Quienes pudieron comenzaron a preparar la huída, pero se trataba de una posibilidad remota en aquella ciudad basada en el comercio. ¿Cómo desmontar el trabajo diario para un éxodo por los caminos del Virreinato? Aquello era elegir perder más de la mitad de todo lo que se tenía. ¿Era la respuesta resistir? Lima, como casi todas las ciudades virreinales no estaba preparada para enfrentar el ataque de una fuerza con preparación para la lucha. Extremadamente rica por sus minas de minerales preciosos, era otro indefenso punto de un imperio inmenso y fofo. La imagen del Rey entre borlas, rosetones y ribetes, no era más que un reflejo bobo del desamparo.

La desesperación se acrecentaba con el paso de las horas. Algunos creían ya divisar en el horizonte la silueta de los corsarios repletos de codiciosos saqueadores. Cada minuto acrecentaba en los limeños el temor por el peor de los futuros.

Era el día de La Magdalena y el sol cálido ya alumbraba la ciudad cuando llegó la confirmación del avistaje de la flota invasora. Muchos allí mismo huyeron con lo que pudieron hacia un rumbo incierto que les diera resguardo. Otros corrieron a encerrarse en sus casas, o bien se congregaron en oraciones y súplicas al cielo en alguna iglesia. El repique incesante de campanas se mezclaba entre gritos de espanto que invadían las calles limeñas. De vez en cuando alguien golpeaba puertas y entraba en las tabernas preanunciando el colapso total con la certeza del encallado y el próximo desembarco de los holandeses.



Entre todo aquel pánico descontrolado, algunos limeños se agruparon en el huerto de una de las casas de la ciudad. Allí, en una ermita, habitaba una terciaria dominica con votos de virginidad conocida por obrar hechos extraordinarios.

El grupo de personas velaba entre sollozos y sin remedio aparente la oración contemplativa de esta mujer extranjera del mundo. Así permanecieron unas horas, hasta que la mística, en total estado de abstracción, cortándose los vestidos y remangados los hábitos, se puso de pié, abrió sus brazos hacia el oriente y un fuerte viento comenzó a soplar.

En aquel extraño trance, semejante a una invocación pagana, la mística atraía sobre sí un vendaval que fue transformándose progresivamente en un fuerte viento huracanado.

La ciudad en su alboroto no llegaba a percibir el impacto de la ventolera, pero quienes yacían cercanos al Callado, vieron como los botes en los cuales desembarcaban los holandeses se dieron vuelta por las fuertes olas que en el mar despertó el viento. Incluso uno de los barcos de la flota fue hundido en el Pacífico por la bravura de las aguas.

La tormenta duró casi tres horas seguidas. Cuando el mar se calmó, los holandeses debieron abandonar su empresa de invasión debido a las grandes pérdidas sufridas.

La ciudad, que no fue saqueada, vio en su mística la acción de un prodigio libertador, para algunos asociado a la fe cristiana, que fue transmitido por generaciones hasta nuestros días.



La letalidad reversible de El Tábano




Una de las experiencias más electrizantes es quedarse solo en un inmenso edificio.

Más aun cuando ese edificio diariamente es transitado por muchas personas. Es como que el paso de tantos individuos, le va pegando las emociones, los sentimientos, las ansiedades de esos seres que lo recorren.

Cuando retorna el silencio y la calma, se pueden oír los murmullos que las distintas historias dejan impregnadas a medida que transcurren sus acontecimientos.


La letalidad reversible de El Tábano

Dentro de él había alguien que pugnaba incesantemente por salir. Se lo sentía con solamente aproximársele. Cuando el silencio ganaba los espacios cerrados, como el de aquella oficina donde trabajaba, era casi inevitable no percibir ese sonido semejante a una queja que emanaba casi permanentemente.

En su historia laboral debió de figurar todas y cada una de las veces en que no había “podido ser”. La opulenta y competitiva racionalidad, lo había postergado en todas las maneras posibles. Así había durado su historia hasta entonces.

Esa mañana comenzó como cualquiera. El frío de las siete, los buenos días automáticos a medida que caminaba por los pasillos y el encendido del engranaje silencioso… como siempre y cada uno de los días.

En toda esa rutina es difícil precisar el momento en que comenzó a gestar el plan para desbastar la construcción humana que lo sometía y lo subestimaba al extremo de considerarlo un ordinario trámite.

Cuando todo terminó, quienes investigaron los hechos encontraron un pequeño calendario donde figuraban los nombres de cada uno de los otros, que a su vez estaban tachados con un trazo certero y firme mostrando la satisfacción de una tarea bien hecha.


Esa mañana de martes comenzó por el que tenía más cerca. Como a las diez de la mañana lo invitó con un café que él mismo buscaría en la cocina del final del corredor.

Entró en la oficina, cerró la puerta, puso los posillos a un costado del escritorio y se sentó en la silla de enfrente mirándolo fijo. Desde allí, inmóvil y con gozosa atención, vio las convulsiones que le fue causando a su víctima la dosis letal de antimonio que había puesto dentro del café minutos antes.

Cuando el primero cayó al piso boqueando, simplemente cerró con llave la puerta, apagó la luz y avisó que su compañero se había retirado antes a su casa por un malestar repentino.

Esa misma tarde volvió a la oficina cargando un costal de cal viva. Minuciosamente descuartizó al primero y lo colocó en un viejo archivador del depósito cubriéndolo de cal para evitar el mal olor de la descomposición.


A la mañana siguiente, cuando todos estaban en su rutina habitual bajó hasta el estacionamiento desafiando el frío de un día nublado. Sin ser visto por nadie depositó un puñado de arena en el tanque de combustible del auto del segundo.

A la salida tardó diez minutos y fue allí que encontró al segundo ofuscado sin poder hacer andar su automóvil. Con un gesto de compañerismo le ofreció acercarlo en el suyo.

Fue un viaje normal hasta que en una esquina, sin el menor de los titubeos, le propinó un golpe de puño cerrado que lo desmayó contra el cristal de la puerta del acompañante. Con el segundo completamente inconciente en su poder, se dirigió hasta un arroyo a las afueras de la ciudad, le ató un yunque en el cuello y lo arrojó a la corriente.

La desaparición misteriosa del primero y el segundo, le indicaron que debía actuar con premura.

El jueves llegó bastante temprano. Entró a su oficina, prendió las luces y volvió a salir para encerrarse en la del tercero.

Allí, con la ayuda de unas pocas herramientas, conectó un cable pelado al botón metálico de arranque de la computadora. Encender el estabilizador comunicaba una corriente de electricidad a una perilla que el tercero tocaría en el 98 porciento de las posibilidades.

Ya estaba como de costumbre en su oficina, cuando las corridas por el pasillo le indicaron que había acabado con el tercero.

Apenas se llevaron al muerto del edificio, entró al lugar del hecho y desmontó el cableado de un solo tirón.

Habían pasado casi seis meses y las investigaciones sobre el primero, el segundo y el tercero no arrojaban un dato concreto. En ese estado estaban cuando se jubiló el jefe del área.

Él creyó que al fin el puesto sería suyo. Era solamente cuestión de tiempo. Nadie merecía ese lugar más que él. No había competencia. Es más, últimamente todos lo buscaban a él para resolver cada problema que se presentaba. Todos admiraban su eficacia y él estaba plenamente convencido de sus capacidades para el trabajo.

Los días pasaban hasta que un día el superior lo llamó a su despacho. Cuando entró vio al jefe superior junto a un joven como de veinticinco años y pensó inmediatamente en un nuevo subordinado para su área.

Su rabia estalló internamente como una implosión incontrolable, cuando el jefe supremo le comunicó que aquel chico sería el nuevo jefe del área. Le habían robado el puesto que después de tanto esfuerzo solamente él se merecía.


En silencio sepulcral se dirigió a la oficina. Allí inició una transformación macabra en soledad y rechinando los dientes sin parar.

Estaba en ese estado de perturbación, cuando el joven jefe entró a la oficina ordenándole la confección de un informe de situación. Apenas este último terminó de hablar y giró para salir por la puerta, él se abalanzó sobre el muchacho y comenzó a apuñalarlo entre gritos de bronca con un abre cartas.

Fue un acto completamente descontrolado. Todos los otros vieron como, preso de una locura aterradora, hundía cada puñalada en el cuerpo del flamante jefe. Cuando llegó la policía seguía clavando el abre cartas en el cadáver sin que nadie se anime a detenerlo.

Este gesto delató su plan. Fue allí que encontraron el calendario con los nombres tachados y las herramientas y el cable usado para electrocutar al tercero. Este hallazgo agudizó la búsqueda por el edificio y así descubrieron en el depósito los restos consumidos en cal viva del primero.

Así fue que develaron el plan letal que El Tábano, como todos le decían, había diseñado y ejecutado con la clara convicción que el fin anhelado siempre justifica los medios.






Tetraktys



“El único crimen perfecto es aquel que se resuelve con un falso culpable”


Hay momentos en que la desaparición se transforma en el más seductor de los consuelos a una existencia desesperada sobre el mundo...

Hay momentos en que la fantasía de no ser frente a lo sensible, de simplemente desvanecerse en el aire con un hechizo certero, cobran la fuerza de ser una posibilidad.

Es entonces que el ingenio encuentra la probabilidad. Es ese el punto en el cual el deseo se materializa y permite mover las partes.


TETRAKTYS

Cuentan los que vivieron en tiempos pretéritos que al inicio de agosto, era común el paso de un grupo de artistas circenses por La Colonia.

Todos los años, al inicio del mismo mes, llegaban a montar su espectáculo de variedades con alguna innovación que con el paso del tiempo, se fue transformado en lo más esperado de estas extravagantes visitas.

En el agosto de ese año hacía mucho frío. Igualmente, la gente del circo llegó al poblado apenas pasada la fiesta de San Cayetano.

Montados en altos zancos y al son de tambores, recorrieron las pocas calles de tierra apisonada, anunciando dos funciones para el fin de semana inmediato.

Sabiendo del atractivo de estos espectáculos, casi todo el mundo se aprontó para asistir a la velada. La mayoría palpitaba con el anuncio de un espectáculo de ilusionismo que se revelaba insólito y deslumbrante para la tranquilidad del lugar.

El día de la función, la carpa estaba plenamente colmada. Lo mismo ocurrió en la segunda función y aun así quedaba gente que quería asistir, por lo cual se anunció una tercera para mitad de la semana siguiente.

Todos hablaban del espectáculo de magia que el circo había traído como novedad ese año. Un joven vestido con una capa negra, pedía una persona del público y creando una danza con lienzos de colores, al cabo de unos segundos lograba que esta desapareciera. Quien hasta hacía segundos estaba a la vista de todos, después de ser dos o tres veces rozado por aquellas telas simplemente se desvanecía en el aire. Apenas menguaban los aplausos del admirado público, con dos o tres pases del mago, la persona volvía a aparecer en medio de los lienzos que simulaban flotar en la atmósfera al compás de una música suave.

El número deslumbraba a cuanto asistente acudía al circo y era tan bueno que ni siquiera la persona que era tomada de voluntaria lograba adivinar la ilusión del truco.

Quienes saben la historia, dicen que fue en la tercera función cuando se produjo un hecho que nadie nunca pudo explicarse.

Desde el primer día, entre los asistentes a cada función se encontraba una joven criada de las familias típicas del lugar. Siendo muy pequeña había sido encomendada a la señora de una de las casas célebres para atender los quehaceres domésticos.

La joven Brígida, como todos la llamaban, desde entonces vivía una vida al servicio de su señora. Esto no era una situación única para los usos del lugar, pero sin duda una triste realidad para el que le tocaba padecerla. Mucho se cuenta al respecto, están las versiones que recuerdan los trabajos casi serviles a los que se veía sometida, están los que relatan como era por momentos un objeto de diversión para los varones de la casa. Como sea, no era la más grata de las suertes la que le había tocado para su vida.

Brígica, asistió a todas las funciones del circo sin que alguien reparara en este hecho. Nunca llamaba la atención de nadie y tampoco lo hizo en esta ocasión.

Pero fue durante la tercera función que el ilusionista la eligió como voluntaria para su truco. Como ocurrió las otras veces, las telas comenzaron a girar entorno a Brígida, hasta que de golpe desapareció en medio de los aplausos del público. Tan solo que cuando el mago intentó regresarla, solamente apareció el vestido de percal que Brígida llevaba puesto.

Al final de la función, todos buscaron por cada rincón de la carpa para encontrarla. Se obligó al mago a confesar los pormenores del truco, fue incluso encarcelado bajo la acusación de haber facilitado la huida de una criada.

Finalmente el circo se marchó, sin que el mago pudiera explicar el fenómeno. Nadie supo a ciencia cierta que pasó con la joven Brígida.

Para algunos, se había entregado al mago y éste engañando a todos con sus trucos le permitió escapar esa noche para luego encontrarse en algún lugar una vez que el circo siguiera su rumbo.

Para otros, se condensaron sus deseos de desaparecer y así pudo verse libre de todo lo que la sometía continuamente.

Hay quienes creen que huyó, hay quienes dicen que descubrió lo que nadie pudo ver y así logró el escape perfecto.

Apophis



Jacques B. de Molay tenía razón en sus juramentos del viernes 13 de octubre de 1307. Se veía venir…

La Madre como de costumbre arrojaba llorando sin parar advertencias sobre la tierra. Sin embargo, seguía sin ser escuchada. A la larga, sus recomendaciones se perdían en un manojo de supersticiones que no lograban el propósito que motivaba sus desvelos.

Mientras tanto, Él caía en una nueva crisis afectiva y, con un ataque de incontrolable demanda de amor, caminaba con las manos cruzadas sobre el pecho lamentándose sin parar. La inestabilidad anímica era una suerte de laberinto del que sólo se podía escapar rompiendo las paredes.

Sin consuelo y harto de hartazgo, se lanzó de una vez por todas a la destrucción de quienes no le correspondían. Un terrible trueno sacudió la faz de la tierra y desde allí una oscuridad impenetrable unida a un feroz terremoto demolió todo en exactos 17 minutos.

Años de civilización se redujeron a polvo. Todo el hemisferio sur fue aplastado por el impacto de un cuerpo que surgió de la nada. El resto, fue quedando sin oxígeno de modo que los cuerpos se inflaron como globos y comenzaron a explotar salpicando de restos los escombros que habían quedado del impetuoso temblor.

La Madre, en vano, trató de interceder para detener el desastre irreversible. Lloraba y suplicaba frente a un ser descontrolado que descargaba la furia de su despecho, sobre los atónitos seres creados que corrían en busca de un auxilio inexistente.

Él se justificaba diciendo que ya no lo soportaba. A gritos reclamaba ser tenido en cuenta al menos por alguien. Había sido olvidado. La correspondencia que creía asegurada al inicio de la creación, nunca se manifestó. Le dolía la ingratitud de brindarse y solamente encontrar indiferencia. Se sentía fuertemente despreciado. Ese era el combustible inagotable de su ira destructora.

Bastaron breves y concretos 17 minutos. La descarga de dolor acumulado hacía que los dientes se quiebren en un interrumpido rechinar. Habían desparramado. Ya no había piedra sobre piedra. Las almas, separadas de los cuerpos, se desvanecían en gritos de desgarro fulminante.

El estrépito de la destrucción sumió la inmensidad de un silencio demoledor. Ya nadie respiraba. El polvo comenzó a reposar lentamente sobre los pedazos de todo lo que fue. En ese instante posterior, Él y La Madre se vieron solos. Completamente solos.

_“Nunca pensé que llegarías a esto” – Dijo La Madre con la cara llena de polvo y el surco de las lágrimas derramadas sobre sus mejillas.

_ “Yo quiero amor, nada más… Yo tengo amor para dar… ” – Dijo Él sentado sobre los escombros de alguna construcción ya irreconocible.

_”Yo te amo” – Sollozó La Madre.

_”No me alcanza. Quiero otro amor. El de ellos. El que nunca me dieron” – Gritó Él con las pocas fuerzas que le quedaban y salió corriendo entre los desechos.

_”Ya no están para amar. Ya no pueden amar a nadie porque no existen” – Susurró La Madre como sentencia definitiva e irrevocable.

Entrando en desesperación, dejó atrás a La Madre y se dedicó a correr sin sentido. Pensó que donde estaba ya no existía el tiempo, la pena, el ardor, la opresión, el dolor, ni el amor... ¿Estaba quizás más solo que antes? Lo rodeaba la nada. A cada bocanada se preguntaba si el impulso destructor había contribuido en algo. Nunca se había imaginado que la ausencia de respiración produjera tanto silencio.

En medio de un paisaje desolador, descubrió la tumba de Ella. Los temblores la habían sacado del escondite en que permanecía desde hacía milenios. Fue un espectáculo que le martilló impiadosamente el corazón. Experimentó de golpe la reminiscencia del tiempo en que intentó amar a una persona en particular y tampoco lo logró. Revivió la sensación de privación que lo había invadido en aquel momento de entrega. Algo tan simple como amar y ser amado, tan común a todos, le estaba privado. Con esos recuerdos se desplomó frente al sarcófago ancestral de Ella y rompió en un llanto estremecedor.

Nunca la había olvidado. Permanecía inscripto a fuego en su ser aquel momento en que Ella lavó sus pies con perfumes y los secó con sus cabellos.

Sus lágrimas al caer, golpeaban el suelo como granizo de verano. La imagen de desolación era casi total.

Fue entonces, cuando un estampido volvió a estremecer el mundo. Era El Otro, que llegaba ofuscado por el desastre que la angustia anímica de Él había provocado.

Ni bien lo vio, desparramado sobre una pila de piedras polvorientas y la mirada perdida en una contemplación de lo irremediable, se le abalanzó con furia reclamándole una explicación.

_“¿Qué es este desastre? Este no era el acuerdo.” – gritó El Otro

_ “Mi corazón no aguantó” – dijo Él sin parar de llorar.

_ “¿Y ahora? Nos quedamos solos en esta inmensidad. Tu debilidad lo destruyó todo. ¡Malditos sean tus impulsos afectivos!”

_ “Es preferible así. Si no me iban a amar, para qué me sirven” – mientras la resignación cubría la mirada de Él.

_ “Por fin te das cuenta. Por fin tu vanidad afloró y mostraste tus verdaderos sentimientos. Eso es el amor; querer ocupar el centro en la vida del otro. Ser tenido en cuenta a cada instante. Ser lo más importante, lo fundamental… El amor es el mejor disfraz del egoísmo. “Amaos” es en realidad el aullido egocéntrico de un rotundo “ámame con la mayor fuerza que seas capaz”. ¿Quién mejor que Saulo para decirlo? ¿Ves? No somos distintos. Los dos queríamos lo mismo; qué nos amen y que mueran por nosotros si fuera necesario. Pero esas creaturas siempre nos fueron semejantes, incluso en este deseo de ser amados… Nuestra diferencia es que yo siempre lo supe y no me dediqué a buscar su amor.”

_ “Pues ahora no volveremos a sentir semejante impulso. Sobrevolaremos la nada como en un comienzo. Ya no existe el peligro de volver a amar, porque ya no hay un destinatario para nuestro amor. La destrucción inaugura un momento sin amor, sin dolor, sin fin…” – aseguró Él contemplando el desastre.

_ “Veamos cuánto resistís sin alguien que te adore. Voy a quedarme esperando y viendo como tu lamento surca la inmensidad reclamando el reconocimiento que nunca te alcanzó” – diciendo esto El Otro fue desvaneciéndose lentamente.

Él no le dio demasiada trascendencia a las amenazas de El Otro. Miró una vez más la tumba de Ella. Con un gesto de abatimiento se puso de pié y con un andar parsimonioso se marchó. No tenía donde ir. Caminaba despreocupado. Ya nadie podía descubrirlo, porque nada existía. Deambularía sobre la noche sin fin por siempre, o hasta decidirse a dar otra oportunidad.

La Madre, lo contemplaba desde la lejanía. Sintió lástima por Él. Una vez más la invadía el desasosiego. Pensó en el corazón ultrajado y doliente de Él. En sus sentimientos no correspondidos, en el desagravio que nunca fue totalmente sincero, en el padre de Él que nunca estaba del todo presente, en la historia que nunca nadie creyó sobre su embarazo… En el sentido de todo lo que había pasado… Con esas cosas en su corazón, lo siguió en su errante divagar sin fin…




"I could be brown
I could be blue
I could be violet sky
I could be hurtful
I could be purple
I could be anything you like
Gotta be green
Gotta be mean
Gotta be everything more
Why dont you like me?
Why dont you like me?
Why dont you like me without making me try?"


(Mika)

La placentera lógica del displacer

“Ese sentimiento inefable del cuerpo, que es el erotismo, está desapareciendo. La gente ya no tiene una mirada erótica, de complicidad. Esto provoca una obsolescencia muy fuerte y un terrible miedo a la finitud. No dejo de rescatar el personaje de Ulises, por mucho más que por su astucia. Ulises es el gran sobreviviente de Troya. Todos hacen su acuerdo con la eternidad, pero Ulises es quien aprenderá a envejecer.”


(Nélida Piñón, escritora brasilera, para el diario La Nación, presentando su último ensayo “Aprendiz de Homero”, aun no publicado en castellano, en la 34ª Feria Internacional del Libro – pensar que llegué un fin de semana antes y me la perdí)


El relato que sigue se inspira y emerge de una escena presenciada el viernes pasado cuando volvía de mi trabajo.

Había tomado el ómnibus de las 21:00 hs y en la hilera de enfrente venía una joven pareja con su hija de algunos meses. Durante la primera media hora del viaje, ambos venían jugueteando con su pequeña hija. Cada gesto de Martina, era festejado con entusiasmo. Casi como una sobre-estimulación que saturaba al resto de los pasajeros.

De repente el marido le dice algo como: “¡Qué nena caprichosa, no te aguanta nadie!”. La mujer reaccionó con un enérgico reclamo: “¡Ya te dije que a la nena no le digas esas cosas!”. “¡Es mi hija!”, replico él y sin más vueltas le dio una estridente cachetada a la mujer.

La niña siguió llorando sin ser atendida por nadie. La mujer comenzó a lagrimear entre sollozos que no podían disimularse en el silencio del ómnibus. Ninguno de los dos dijo nada más. Como a los 15 minutos, ella con firmeza le dio un largo beso. El resto del camino, los dos siguieron viaje apasionadamente abrazados.

Esa fría noche de viernes me quedé pensando en lo intrincado de las formas del querer. En lo que se acepta y en lo que no se tolera. En el mandato social de tener una pareja o un algo como contrapartida. En el status que eso da y en las cosas que exige como compensación. En el peso de este imperativo no escrito pero exigido. En todo eso…



La placentera lógica del displacer

Germán era argentino, pero vivía desde hace años deambulando por Europa. No era un tipo más viviendo en las grandes ciudades del viejo mundo, era un ser con una forma particular de amar. No única, pero sí específica.

La base del erotismo estaba para él en el dolor de aquel a quien amaba. Desde siempre, incluso en el placer que sintió mientras veía que dejaba atrás a sus seres queridos el día en que abandonó la Argentina.

Sin duda, los laberintos de las metrópolis urbanas le habían dado el anonimato suficiente para perfeccionar su técnica del castigo en el amor.

Su primer gran ejercicio lo experimentó con Emir, uno de los primero amigos que consiguió a su llegada a Europa. Emir era pianista de profesión y conoció a Germán cuando este trabajaba en el mantenimiento de una sala de teatro.

Los unió la complicidad de quienes están solos. Germán atraía con sus silencios y su apariencia de ser confiable y confidente. Emir deslumbraba con sus sensibles interpretaciones y con su perseverante dedicación a la música.

El vínculo entre ambos creció y formó una amistad reconfortante. Fue allí cuando Germán no pudo ya desconocer más su llamado interno a conseguir dolor del ser amado.

Una noche, cuando Emir ya estaba por terminar su ensayo, Germán le propuso quedarse a cenar. Como siempre lo alentó a seguir tocando el piano, mientras él preparaba una improvisada mesa.

La cena transcurrió con la acostumbrada camaradería que existía entre ambos. Al final de la misma, Germán lo alentó a ejecutar alguna música distendida en el piano.

Emir se sentó con confianza y fue entonces cuando Germán con un certero hachazo sobre el teclado le rebanó todos los dedos de la mano derecha. Con un dolor intenso y contemplando con desesperación que ya no tenía dedos, Emir se arrastró por el piso dando gritos de espanto.

Germán no satisfecho, le hizo lo mismo con los dedos de la mano izquierda y luego lo desmayó de un golpe en la sien.

Cuando Emir despertó, se encontraba adherido en una banqueta frente a un piano con sus manos sin dedos sobre el teclado. A un costado del mismo, Germán se disponía a comer los dedos de su amigo en medio de un revuelto de frituras.

Desde ese día nunca más se vieron. Germán desapareció del teatro y al mes de ocurrido todo esto Emir se suicidó arrojándose desde la azotea de un edificio.


La segunda gran historia de Germán tiene como contrapartida a una bailarina clásica. Estefanía asistía a ballet desde su infancia. La noche en que conoció a Germán quedó deslumbrada por las palabras que este le dijo.

Casi sin dudas comenzó a salir con él, sintiéndose en todo momento correspondida. Germán la acompañaba en cada una de sus presentaciones. La alentaba, la llenaba de proyectos a cada instante.

Con el tiempo se instaló en la cabeza de Estefanía la idea de dejar su profesión para entregarse completamente a él. Conformar una familia, ser una esposa fiel, corresponder al modelo de una atenta ama de casa.

En ocasión de uno de los aniversarios, Germán le dio como presente una tobillera tailandesa que se unía a cuatro deslumbrantes anillos para los dedos de los pies. Era una encantadora y exclusiva pieza que maravilló a Estefanía. Fue el detalle que le permitió decidirse por su proyecto de vida doméstica y delicada esposa.

Estefanía organizó una cena especial e íntima donde comunicarle a Germán su decisión de entregársele completamente y sin reservas. Esa misma bailó por última vez y luego de los aplausos le comunicó a la compañía de la que formaba parte sus deseos de retirarse para formar una familia junto a su amor. Aquella inmolación de cambiar la gloria por amor humano, no le preocupaba.

Durante la cena ella no tardó en anunciarle su plan conyugal. Él le respondió que sí, incluso entre lágrimas. Estefanía usó toda la noche la deslumbrante tobillera como si se tratase de un regalo de compromiso.

En medio de promesas de eterno amor Estefanía se quedó dormida. Cuando despertó tenía la sensación de haber dormido por mucho tiempo, como las veces que alguien despierta de un sueño muy profundo.

Con gran confusión se dio cuenta que se encontraba atada a una cama y al instante con espanto descubrió que le habían amputado ambos pies a la altura de los tobillos.

Junto a ella había un teléfono, con el que llamó pidiendo auxilio. Quienes acudieron en su ayuda, descubrieron sus pies en el congelador de la heladera. Uno de ellos tenía puesta la tobillera tailandesa. Entre los restos de la cena que habían tenido, una nota escrita a mano explicaba:

“No quiero ni necesito tu entrega. Quedate con tu vida. De paso, ya que no los querés más, te corto los pies que me dijiste que me entregabas como ofrenda de tu amor. Creo que no te molestará lo que haga con ellos, en definitiva son mi propiedad.

No me busques. Un beso,

Germán”

Como en la otra oportunidad Germán nunca más apareció. Estefanía, desde su invalidez, intentó hacer muchas cosas, en las cuales no tuvo ningún éxito y siempre terminó desistiendo. Su familia se encargó de atenderla hasta que murió. Durante toda su vida guardó la tobillera tailandesa que Germán le había obsequiado.



La tercera y última historia que se conoce de Germán se desarrolla en medio de un mundo de vanidades descontroladas. Todo comenzó cuando conoció a Emily, una adolescente realmente hermosa y cautivadora que había comenzado una ascendente carrera como modelo publicitaria.

Emily era en definitiva una adolescente indefensa. Con una familia ausente y diluida en miles de problemas, su único referente era su representante. Germán por entonces llegó a ella en nombre de una empresa que deseaba contratarla. Desde un inicio la llenó de regalos y una cantidad de cuidados poco habituales en la vida carente de afectos que llevaba Emily.

Después de tres cenas llenas de galantería, Emily despertaba abrazada a Germán completamente seducida por la seguridad y la estabilidad de su galán de turno. Desde entonces la historia fue la de un idilio de cine. La joven alocada enamorada completamente del estable hombre maduro.

El correr del tiempo demostró que Germán era casi omnipotente frente a Emily. Sus pedidos se obedecían sin ningún tipo de resistencia. Ese subyugamiento era incluso una respuesta cargada de placer.

Con ese diagnóstico, Germán no tardó en diseñar su plan para la oportunidad. Como final de una fiesta descontrolada le propuso a Emily usar drogas para aumentar el gozo. Emily sentía un descontrol absoluto de su voluntad, obedecía cada pedido de Germán.

Los cuadros psicodélicos se continuaban sin interrupciones. Ella danzaba en medio de colores y formas que no lograban parar. Le fue casi imperceptible la presencia de unos perros que ladraban sin parar en el patio a donde daba el balcón sobre el que bailaba desaforadamente. Tampoco notó el momento en que Germán rompió una botella de champagne y comenzó a realizar cortes por su cuerpo.

El torbellino de confusión seguía, integrando el ardor de los tajos, la salpicadura de la sangre y el ladrido descontrolado de los perros.

El juego macabro se fue tornando en arrancar pedazos de piel y arrojárselos a los hambrientos perros que saltaban desesperados por tomar un trozo entre sus dientes. Sin conciencia de nada, Emily se desplomó en el piso aniquilada.

Al despertar se encontró en un hospital con el cuerpo lleno de heridas y su cara completamente vendada. Las heridas en su rostro eran irreparables, había perdido completamente la sensibilidad e incluso la posibilidad de articular. Los médicos le explicaron que aun el más evolucionado transplante de rostro, solamente podría auspiciar de una especie de máscara sobre aquel cráneo ultrajado que había conseguido en las locuras de la noche.

Desde entonces su vida se dedicó a esperar el fin que la alivie. Como ingresó al hospital bajo el efecto de poderosas drogas, la justicia nunca terminó de expedirse en cuanto a la responsabilidad de un tercero. Su familia, como era de esperar, nunca se hizo totalmente cargo. Su representante, en ausencia del negocio, desapareció.

Emily, con dificultades incluso para comer y su rostro de monstruo, fue llevada a un asilo público donde se alojaban ancianos y distintos enfermos con incapacidades para llevar una vida por sus propios medios. En un estado casi de indigencia, Emily murió a los cinco de años de estar internada.


Germán, como en los casos anteriores desapareció. Nada se sabe de él, ni del lugar donde estará buscando placer.