viernes, 3 de junio de 2011

Osario

En estos últimos dos días, llegaron a mí un par de noticias que me hicieron pensar en los extremos que alcanzan algunos seres humanos cuando son expuestos a determinadas circunstancias.

El primero de ellos sucedió en mi lugar de trabajo, donde un grupo de empleados tomaron el retrato de un antiguo jefe y “jugaron” a hacerle un velatorio.

En el hall de entrada del edificio donde trabajo, tradicionalmente se pone un cuadro de cada uno de los funcionarios que cumplieron su mandato. Sin explicaciones, al inicio de la semana pasada desapareció uno de los retratos. Todos pensamos que estarían arreglándolo la gente de mantenimiento, pero el jueves por la noche, en una de sus rondas, el guardia de turno descubrió que desde una de las oficinas que no se usan provenía una luz tenue como de velas. Al abrir la puerta de esa pequeña oficina en desuso, encontró el cuadro que faltaba sobre una pequeña mesa, con una cruz de madera encima y rodeado de velas y dos palmas como las que se usan para los funerales. Entorno a la mesa había algunas sillas contra la pared y un cartel con la leyenda: “Q.E.P.D. y nunca vuelvas”.

Al día siguiente la conmoción de la novedad corrió como un reguero de pólvora entre el personal, a pesar del pedido formal de las actuales autoridades de no dar a trascender el hecho. A media mañana del viernes, un grupo de trabajadores (ya descubiertos por ser quienes se desempeñan en las dependencias en que está esa oficina) confesaron que lo hicieron movidos por la bronca que guardaban al funcionario de la foto. Así es que pensaron en un velatorio para el ministro saliente. Actualmente se encuentran suspendidos luego de un apercibimiento. La noticia no salió en los medios locales, pero es tema obligado de conversación entre la gente que trabaja en la repartición en cuestión.

Por otro lado, en el diario de hoy sábado, se lee la noticia: “Dos sargentos se comieron una morcilla elaborada con su propia sangre”. Los detalles del artículo cuentan los pormenores de las prácticas de canibalismo de estos seres.

Inspirado en estos acontecimientos reales que también inundan nuestra cotidianeidad, es que surge el siguiente relato.



Osario

Fue como si arrojaran su espíritu a un oscuro osario, así se sintió él desde aquel momento, así se siente cualquiera, a la corta o a la larga, cuando entra a formar parte de un sistema.

Allí, en ese hueco mal oliente, se entra en el anonimato. No es una tumba con nombre que preserve el recuerdo. Es un certificado de olvido, todos son iguales y ninguno es valioso. Los iguala la falta de valor afectivo en el mundo de los vivos. Es un sitio donde se arrojan los desechos para hacer lugar, para obtener espacio. Esperar a podrirse entre lo putrefacto, simplemente ser tapado por algún otro cadáver que tirarán y se irá pudriendo de a poco hasta formar parte de un mismo todo hediondo sin importancia. Así se siente podrirse en el abandono y la ausencia de un osario. Así se estará sintiendo ahora. Así se venía sintiendo desde antes.



Et lux perpetua luceat ei.

Requiescat in pace.

Amen.


Por disposición del juez Dr. Tobías Eugenio Arce, esa mañana de marzo, los empleados del cementerio municipal corrieron la tapa de madera que tenía el viejo osario para sumarle un nuevo cuerpo. “El huesero”, como lo llamaban, quedaba detrás de la última galería de dos pisos. Casi nadie andaba por ese lugar, de vez en cuando se corría la tapa para tirar algún que otro cuerpo de un indigente muerto o los restos de algún donante cadavérico que nadie reclamaba. El cuerpo que arrojaban, era de un hombre como de 35 años, estaba todo chamuscado y entumecido. Como si ya hubiese estado enterrado pero sin féretro, sin nada que lo cubra.

Fue una operación rápida, corrieron la tapa y tomando de los costados de la tela que envolvían los restos, lo dejaron caer por el hueco. Sin más volvieron a cerrar el osario y se fueron sin mirar para atrás. El hombre que habían arrojado era Fabricio Alejandro Rosso.

Fabricio figuraba como desaparecido hacía más de un mes. La denuncia de su desaparición la había realizado el dueño del departamento que alquilaba sobre calle Junín. Vivía en este lugar desde hacía cinco años, habiéndose mudado a la muerte de su padre, único familiar que reconocía. Sus vecinos sabían muy poco de él. Algunos incluyeron el adjetivo “raro” cuando la policía les tomó declaración para poder entender como pasaron las cosas.


Desde que había egresado como contador público nacional, Fabricio trabaja en una de las dependencias del Estado. En principio su trabajo, si bien rutinario, no se presentaba con ese aspecto tedioso y frustrante que con el tiempo fue adquiriendo.

Compartía la oficina con un viejo casi por jubilarse, pronto se quedaría con el espacio para él solo, lo cuál para algunos de sus compañeros era un verdadero privilegio.

Efectivamente, el viejo en seis meses consiguió la jubilación y se marchó. A Fabricio le fue comunicado que desde entonces él estaría a cargo de las tareas de aquella oficina. Si bien se aburría bastante estando solo en aquel cubículo del gran panal, por momentos lo veía como una ventaja. Estaba tranquilo y gozaba de libertades que solamente la soledad puede dar.

El primer sacudón que vino a romper esta tranquilidad latente, llegó el día que su jefe de área le comunicó que la tarea que realizaba se había “agilizado” por un sistema informático recientemente incorporado. Por el momento debía esperar, hasta la asignación de nuevas tareas. En definitiva, Fabricio quedó sin qué hacer dentro de ese inmenso edificio, que por momentos parecía tener vida por propia.

El tedio se transformó entonces en el permanente compañero. En una pequeña oficina, sin nada que hacer, en el silencio de las horas, sentado en medio del más profundo gris surcado por un halo de luz que entraba por la modesta ventana del cubículo. Nunca llegó la especificación en cuanto a las nuevas tareas prometidas, a pesar de las insistencias de Fabricio a su jefe, que con el tiempo fueron haciéndose más esporádicas y menos fervientes, hasta finalmente desaparecer.

La segunda sorpresa que vino a trastocar su existencia desembarcó con el anuncio de una reforma edilicia, donde se proyectó tapar la única ventana de su pequeña oficina. Ahora ya no habría más luz natural, ni brisa de aire fresca en las primeras horas de la mañana. Comenzó así su adaptación al permanecer sin hacer nada entre las penumbras.

La violencia de la situación comenzó a trastocar la cabeza de Fabricio. Adquirió por entonces la costumbre de pasar sus horas de trabajo en la penumbra que le ofrecía la oscuridad de su oficina. Incluso comenzó a perder el control del tiempo y ya no sabía muy bien cuántas horas pasaba encerrado sin luz. Como nadie tenía nada que ir a hacer allí, ni él desempeñaba ninguna tarea concreta en el sistema más allá de permanecer, nunca era interrumpido. Juntamente no tenía quien lo espere al llegar a casa. Nadie notaba su presencia ni su ausencia.

Fue entonces cuando irrumpió la novedad que desató la completa confusión de sentidos y rompió toda posibilidad de equilibrio y lógica convencional en la mente de Fabricio.

Una catástrofe natural, transformaba el edificio en un improvisado centro de evacuados y por los pasillos no se oía otra cosa sino las advertencias en cuanto a la mejor forma de proteger todo ante la eminente llegada de los refugiados.

Fabricio interpretó aquello como la clara amenaza de perder lo poco que tenía, si es que algo le quedaba en la vida. Pensó con desesperación en la posibilidad cierta de ya no contar con su pequeño espacio de penumbras donde transcurría su existencia. Con determinación decidió clausurar desde dentro la puerta de su oficina y resistir la peligrosa invasión, dispuesto incluso a matar como un bravo amorreo para proteger su espacio. Declaró así la guerra de resistencia contra el extraño enemigo advenido.

Los evacuados se instalaron hacinados en la planta baja del edificio. Los accesos a la planta alta permanecían sellados para evitar su ingreso, pero aún así Fabricio podía escuchar todo tipo de sonidos que no le eran convencionales en la dinámica habitual del gran panal.

Con el paso de los días sintió hambre y la obligación natural de procurarse comida. Debía salir de su escondite. Con las necesarias precauciones del caso planeó minuciosamente su salida y la operación para conseguir alimentos.

Esperó el momento en que no se veía más el resplandor de luz bajo la puerta y de apoco fue abriéndola, hasta descubrir el pasillo en penumbras por donde comenzó avanzar sigilosamente. Como a tres metros vio un dispenser y más adelante la máquina que contenía golosinas. Con las mayores precauciones trasladó hasta su cubículo el bidón de agua y rompió el vidrio de la máquina sacando paquetes de masitas, alfajores, caramelos y otros productos que pudo secuestrar. Consiguió de este modo proveerse durante dos semanas para subsistir en su encierro.

Los ruidos de gente extraña circulando en el edifico persistían. Incluso a veces se podían escuchar pasos por el pasillo al que daba la puerta que lo separaba de eso que él interpretaba como un amenazante exterior. Si bien hasta ahora había conseguido éxito con su empresa de resistencia, Fabricio pensó en reforzar la seguridad de su lugar. Además necesitaba nuevamente de comida.

Su segunda expedición por el edificio no fue exitosa como la primera. No había agua en el dispenser y la máquina estaba vacía. Sin éxito y con hambre volvió a su espacio. Aquellos días se tornaron tremendamente difíciles conviviendo en un lugar viciado por el olor de su cuerpo, de su orina y sus defecaciones. Pero nunca se le ocurrió dejarlo. Afuera existía el peligro.

También por entonces descubrió que ya no eran tan notorios los ruidos de personas circulando por el edificio. ¿Se estarían yendo de a poco? ¿Habrían acabado con todo? ¿Sería él el único sobreviviente?

Fue allí cuando pensó en una tercera salida. Con más riesgos que las otras veces, contempló en su plan recorrer el pasillo que se abría a la izquierda como continuación del ya explorado. No había provisiones en este espacio. Pero sí encontró una especie de placa de aglomerado, como esas que se usan para hacer tabiques que separan las oficinas o sellan puertas.

Inmediatamente reaccionó y lo arrastró hasta su cubículo para clausurar completamente la entrada y sacó agua del baño. Sólo restaba conseguir algo de comida. Sin éxito recorrió las oficinas del pasillo, hasta que en uno de los baños descubrió una gata con sus pichones.

Con un palo mato de un golpe certero e impiadoso a la gata y a sus crías. Allí mismo, bajo el agua de uno de los lavatorios, carneó los animales y dejando los cueros y las carcasas de sus huesos, se llevó la carne como alimento.

Durante la siguiente semana se alimentó con la carne cruda de los gatos y su principal trabajo fue colocar la placa de aglomerado entorno al marco de la puerta a fin de sellar definitivamente la habitación.

Luego de dos días, con la ayuda de unos tornillos que pudo rescatar, logró amurar la placa de aglomerado al marco de la abertura. El aspecto desde afuera indicaba que se trataba de una oficina clausurada.

Fabricio permaneció tomando el agua que había conseguido y chupando la carne de gato que se iba descomponiendo con el paso del tiempo. Cuando esta se acabó, simplemente se tiró a dormir en el piso convencido y satisfecho de haber conseguido la protección definitiva e inviolable de su lugar. A los dos días de estar así, perdió completamente la conciencia.

Fuera del cubículo, después de un mes y medio, los refugiados abandonaron el edificio y una brigada de limpieza comenzó a trabajar para poner en orden las instalaciones. Por el espacio de una semana limpiaron pisos, restauraron roturas y retiraron basura. Cuando encontraron la máquina de golosinas rota y los cueros y huesos de los gatos en uno de los baños, pensaron en los hábitos ingratos y dañinos de los evacuados. A nadie se le ocurrió explorar más allá de la placa que sellaba el ingreso al cubículo.

Fabricio por entonces tenía un miserable aspecto raquítico, ya no podía ponerse de pie. El olor de su encierro era definitivamente insoportable. Había fabricado una perfecta tumba. En el interior de ésta, como era inevitable, murió. Por entonces fue que el propietario del departamento que alquilaba radicó una denuncia en la policía para dar con su paradero.

Cuando los demás empleados regresaron a las actividades de rutina, inicialmente a nadie le llamó la atención esa oficina sellada. El sistema tampoco notó la falta de Fabricio. Fue sin duda el olor a podrido que desde allí emanaba, lo que llevó a que el director de la sección diera la orden de sacar aquella placa de aglomerado amurada y explorar el interior de aquella habitación.

Dos ordenanzas se dispusieron a abrir el cubículo a primera hora de un día miércoles. Apenas la corrieron vieron que detrás permanecía la puerta cerrada. Al abrirla se asquearon por el olor nauseabundo que invadió todo el corredor. Con el haz de luz que ingresó por la puerta recientemente abierta, vieron en uno de los rincones de la oficina el cuerpo entumecido y descompuesto de Fabricio.

A las dos horas estaba actuando la policía bajo el juez de turno. El forense que intervino dictaminó una muerte por inanición.

Al día siguiente sus compañeros de trabajo identificaron el cuerpo en una morgue y como no se encontraron familiares para entregárselo, el juez Arce emitió la orden de darle sepultura en el osario del cementerio municipal. La antigua oficina de Fabricio fue transformada en un depósito de elementos de limpieza. El sistema siguió funcionando normalmente.



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