viernes, 3 de junio de 2011

De fuertes vendavales en agosto

Corría algo así como el 1615, cuando llegó al Callado la alarma de una inminente invasión holandesa.

Pronto las novedades alborotaron a toda Lima llenándola de pánico. El saqueo y la destrucción se repetían sin cesar como temibles amenazas entre las calles virreinales de aquella ciudad codiciada por maleantes y ladrones de los mares.

Quienes pudieron comenzaron a preparar la huída, pero se trataba de una posibilidad remota en aquella ciudad basada en el comercio. ¿Cómo desmontar el trabajo diario para un éxodo por los caminos del Virreinato? Aquello era elegir perder más de la mitad de todo lo que se tenía. ¿Era la respuesta resistir? Lima, como casi todas las ciudades virreinales no estaba preparada para enfrentar el ataque de una fuerza con preparación para la lucha. Extremadamente rica por sus minas de minerales preciosos, era otro indefenso punto de un imperio inmenso y fofo. La imagen del Rey entre borlas, rosetones y ribetes, no era más que un reflejo bobo del desamparo.

La desesperación se acrecentaba con el paso de las horas. Algunos creían ya divisar en el horizonte la silueta de los corsarios repletos de codiciosos saqueadores. Cada minuto acrecentaba en los limeños el temor por el peor de los futuros.

Era el día de La Magdalena y el sol cálido ya alumbraba la ciudad cuando llegó la confirmación del avistaje de la flota invasora. Muchos allí mismo huyeron con lo que pudieron hacia un rumbo incierto que les diera resguardo. Otros corrieron a encerrarse en sus casas, o bien se congregaron en oraciones y súplicas al cielo en alguna iglesia. El repique incesante de campanas se mezclaba entre gritos de espanto que invadían las calles limeñas. De vez en cuando alguien golpeaba puertas y entraba en las tabernas preanunciando el colapso total con la certeza del encallado y el próximo desembarco de los holandeses.



Entre todo aquel pánico descontrolado, algunos limeños se agruparon en el huerto de una de las casas de la ciudad. Allí, en una ermita, habitaba una terciaria dominica con votos de virginidad conocida por obrar hechos extraordinarios.

El grupo de personas velaba entre sollozos y sin remedio aparente la oración contemplativa de esta mujer extranjera del mundo. Así permanecieron unas horas, hasta que la mística, en total estado de abstracción, cortándose los vestidos y remangados los hábitos, se puso de pié, abrió sus brazos hacia el oriente y un fuerte viento comenzó a soplar.

En aquel extraño trance, semejante a una invocación pagana, la mística atraía sobre sí un vendaval que fue transformándose progresivamente en un fuerte viento huracanado.

La ciudad en su alboroto no llegaba a percibir el impacto de la ventolera, pero quienes yacían cercanos al Callado, vieron como los botes en los cuales desembarcaban los holandeses se dieron vuelta por las fuertes olas que en el mar despertó el viento. Incluso uno de los barcos de la flota fue hundido en el Pacífico por la bravura de las aguas.

La tormenta duró casi tres horas seguidas. Cuando el mar se calmó, los holandeses debieron abandonar su empresa de invasión debido a las grandes pérdidas sufridas.

La ciudad, que no fue saqueada, vio en su mística la acción de un prodigio libertador, para algunos asociado a la fe cristiana, que fue transmitido por generaciones hasta nuestros días.



No hay comentarios: