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Más aun cuando ese edificio diariamente es transitado por muchas personas. Es como que el paso de tantos individuos, le va pegando las emociones, los sentimientos, las ansiedades de esos seres que lo recorren.
Cuando retorna el silencio y la calma, se pueden oír los murmullos que las distintas historias dejan impregnadas a medida que transcurren sus acontecimientos.
La letalidad reversible de El Tábano
Dentro de él había alguien que pugnaba incesantemente por salir. Se lo sentía con solamente aproximársele. Cuando el silencio ganaba los espacios cerrados, como el de aquella oficina donde trabajaba, era casi inevitable no percibir ese sonido semejante a una queja que emanaba casi permanentemente.
En su historia laboral debió de figurar todas y cada una de las veces en que no había “podido ser”. La opulenta y competitiva racionalidad, lo había postergado en todas las maneras posibles. Así había durado su historia hasta entonces.
Esa mañana comenzó como cualquiera. El frío de las siete, los buenos días automáticos a medida que caminaba por los pasillos y el encendido del engranaje silencioso… como siempre y cada uno de los días.
En toda esa rutina es difícil precisar el momento en que comenzó a gestar el plan para desbastar la construcción humana que lo sometía y lo subestimaba al extremo de considerarlo un ordinario trámite.
Cuando todo terminó, quienes investigaron los hechos encontraron un pequeño calendario donde figuraban los nombres de cada uno de los otros, que a su vez estaban tachados con un trazo certero y firme mostrando la satisfacción de una tarea bien hecha.
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Esa mañana de martes comenzó por el que tenía más cerca. Como a las diez de la mañana lo invitó con un café que él mismo buscaría en la cocina del final del corredor.
Entró en la oficina, cerró la puerta, puso los posillos a un costado del escritorio y se sentó en la silla de enfrente mirándolo fijo. Desde allí, inmóvil y con gozosa atención, vio las convulsiones que le fue causando a su víctima la dosis letal de antimonio que había puesto dentro del café minutos antes.
Cuando el primero cayó al piso boqueando, simplemente cerró con llave la puerta, apagó la luz y avisó que su compañero se había retirado antes a su casa por un malestar repentino.
Esa misma tarde volvió a la oficina cargando un costal de cal viva. Minuciosamente descuartizó al primero y lo colocó en un viejo archivador del depósito cubriéndolo de cal para evitar el mal olor de la descomposición.
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A la mañana siguiente, cuando todos estaban en su rutina habitual bajó hasta el estacionamiento desafiando el frío de un día nublado. Sin ser visto por nadie depositó un puñado de arena en el tanque de combustible del auto del segundo.
A la salida tardó diez minutos y fue allí que encontró al segundo ofuscado sin poder hacer andar su automóvil. Con un gesto de compañerismo le ofreció acercarlo en el suyo.
Fue un viaje normal hasta que en una esquina, sin el menor de los titubeos, le propinó un golpe de puño cerrado que lo desmayó contra el cristal de la puerta del acompañante. Con el segundo completamente inconciente en su poder, se dirigió hasta un arroyo a las afueras de la ciudad, le ató un yunque en el cuello y lo arrojó a la corriente.
La desaparición misteriosa del primero y el segundo, le indicaron que debía actuar con premura.
El jueves llegó bastante temprano. Entró a su oficina, prendió las luces y volvió a salir para encerrarse en la del tercero.
Allí, con la ayuda de unas pocas herramientas, conectó un cable pelado al botón metálico de arranque de la computadora. Encender el estabilizador comunicaba una corriente de electricidad a una perilla que el tercero tocaría en el 98 porciento de las posibilidades.
Ya estaba como de costumbre en su oficina, cuando las corridas por el pasillo le indicaron que había acabado con el tercero.
Apenas se llevaron al muerto del edificio, entró al lugar del hecho y desmontó el cableado de un solo tirón.
Habían pasado casi seis meses y las investigaciones sobre el primero, el segundo y el tercero no arrojaban un dato concreto. En ese estado estaban cuando se jubiló el jefe del área.
Él creyó que al fin el puesto sería suyo. Era solamente cuestión de tiempo. Nadie merecía ese lugar más que él. No había competencia. Es más, últimamente todos lo buscaban a él para resolver cada problema que se presentaba. Todos admiraban su eficacia y él estaba plenamente convencido de sus capacidades para el trabajo.
Los días pasaban hasta que un día el superior lo llamó a su despacho. Cuando entró vio al jefe superior junto a un joven como de veinticinco años y pensó inmediatamente en un nuevo subordinado para su área.
Su rabia estalló internamente como una implosión incontrolable, cuando el jefe supremo le comunicó que aquel chico sería el nuevo jefe del área. Le habían robado el puesto que después de tanto esfuerzo solamente él se merecía.
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En silencio sepulcral se dirigió a la oficina. Allí inició una transformación macabra en soledad y rechinando los dientes sin parar.
Estaba en ese estado de perturbación, cuando el joven jefe entró a la oficina ordenándole la confección de un informe de situación. Apenas este último terminó de hablar y giró para salir por la puerta, él se abalanzó sobre el muchacho y comenzó a apuñalarlo entre gritos de bronca con un abre cartas.
Fue un acto completamente descontrolado. Todos los otros vieron como, preso de una locura aterradora, hundía cada puñalada en el cuerpo del flamante jefe. Cuando llegó la policía seguía clavando el abre cartas en el cadáver sin que nadie se anime a detenerlo.
Este gesto delató su plan. Fue allí que encontraron el calendario con los nombres tachados y las herramientas y el cable usado para electrocutar al tercero. Este hallazgo agudizó la búsqueda por el edificio y así descubrieron en el depósito los restos consumidos en cal viva del primero.
Así fue que develaron el plan letal que El Tábano, como todos le decían, había diseñado y ejecutado con la clara convicción que el fin anhelado siempre justifica los medios.
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