viernes, 3 de junio de 2011

El escondrijo de las perpetuas lamentaciones



Fue en realidad la compra de una enorme dificultad. No todos los cambios son para estar mejor, sobre todo si uno no se compromete con ellos.

El espíritu conservador había sucumbido ante lo extravagante y comenzaban a pagar las consecuencias de sus actos de rebeldía. Si no estaban realmente dispuestos a aceptar las cosas que eligieron, contradiciendo principios que los determinaban desde hacía años, hubiese sido mejor que no se encaminaran en todo esto. Al fin de cuentas, era más bien una batalla casi individual, sólo era imprescindible que lo aceptaran ellos dos. Pero ser transgresor no es para cualquiera y hacerse el transgresor a veces, resulta peligroso.

El camino de regreso se transformó esa madrugada en una discusión sin fin. “¡Vos querías esto!”… “¡Y vos bien rápido que te prendiste!”. En realidad ambos eran culpables de todo lo que desencadenó la adquisición de esos objetos tan pocos convencionales en su universo cultural y los argumentos para los reproches mutuos florecían como un paraíso en septiembre.

En el asiento trasero, los bártulos causantes del entuerto se iluminaban con las luces de cada una de las bocas calles que cruzaban. El ruido del motor y sus voces alteraban el bramar monótono de los aires acondicionados en el verano de un pueblo en las proximidades de la imponente y potentada Rafaela, perla del oeste santafesino.

Estaban en esas de “la culpa es tuya”, cuando redimensionaron el problema; ¿en la casa de quién dejarían los utensilios aquellos? ¡Qué escándalo insondable si alguien los descubriese! Era imposible encontrar una explicación moral para ellos y en la casa de ninguno de los dos podían entrar. No resistirían una requisa de sus familiares. Eran inexplicables al orden del estricto matriarcado en que habían sido educados.

La primera conclusión fue que habría que deshacerse de ellos. Tirarlos. Abandonarlos. Enterrarlos en algún lugar impensado. Él cargaba con una pala en el baúl del automóvil, arrojarlos a un pozo era la manera de sacárselos de encima. Lo que está bajo tierra encontró su fin y deja tranquilos a quienes caminan sobre la superficie.

Sin embargo, el absolutismo de la propuesta de él encendió una especie de melancolía en ella. ¿Era necesario ese desprendimiento definitivo? ¿Qué pasaría si algún día tuvieran deseos de volver a usarlo? ¿Lo comprarían nuevamente? Por un momento ella regresó al instante anterior a la adquisición y recordó los deseos que tuvieron antes de pagar por ellos. Renunciar para siempre no era la alternativa que quería.

La discusión volvió a trenzarse como antes, hasta que la entrada al lugar que les proporcionaría la solución apareció delante de sus ojos.

Cómo no pensarlo antes: si se trataba de enterrar algo, ¿qué mejor que enterrarlo donde su mismísimo desentierro equivale no a otra cosa que a la profanación? ¿Por qué no enterrar los bártulos de la discordia en el mismísimo cementerio del pueblo? Sería cuestión de encontrar una tumba que pudieran abrir, colocarlos allí adentro y memorizar el lugar por si a caso quisieran en el futuro recuperarlos. Estarían a salvo y disponibles. La idea era sencillamente perfecta.

Detuvieron el auto a un costado. Pusieron los enseres en una bolsa plástica y saltaron la tapia del campo santo. Caminaban uno junto al otro entre los caminos laterales cubiertos por la lúgubre presencia de macabros figurines sufrientes iluminados por la luz de la luna. Iban tomados de la mano, prestos para correr ante la menor amenaza. Él llevaba la bolsa plástica al hombro.

“Empecemos a probar las tumbas, las que tienen puertas. Me quiero ir ya de este lugar” – susurró él en el oído de su compañera. Ella asintió con un movimiento de cabeza y al instante cada uno comenzó a probar las puertas de viejas bóvedas que se alzaban a los costados del camino.

Sin éxito alguno caminaron unos cien metros probando las puertas de las bóvedas mortuorias. Todas ellas cerradas e incluso con vetustos candados. La empresa parecía un fracaso, cuando vieron un angelote cubierto de musgo que indicaba con su dedo índice extendido la entrada a un pequeño oratorio. Un precario cartel de madera indicaba que se trataba de una ermita dedicada a la virgen de las perpetuas lamentaciones.

Tras correr una descascarada puerta de madera vieron que era una pequeñísima capilla, con un improvisado altar cubierto de velas derretidas, a los pies de una horrorosa imagen que lloraba lágrimas negras entre mechones de pelo sintético apolillado que caían sobre un rostro casi desfigurado, mientras apretaba contra su pecho siete dagas de metal corroído. Justo dentro del ara que se emplazaba debajo de aquella imagen encontraron el escondrijo ideal para depositar la bolsa con los dichosos objetos en su interior.

Allí la dejaron y se marcharon con prisa cada uno a su casa, casi redimidos de los recuerdos de su agitada noche.

El tiempo pasó y ellos siguieron sus vidas normalmente. Eran la tierna pareja de novios que despertaba la dulzura de sus amigos y parientes en la concreción objetiva de la Idea absoluta. Sus encuentros se sucedían sin pensar en los enceres abandonados a los pies de las perpetuas lamentaciones.

Todo fue normal hasta el sábado aquel, en que como de costumbre organizaron su salida en pareja y para el remate de la noche ella propuso recuperar aquellos objetos e integrarlos al programa. Él dudaba; ¿funcionarían esta vez? ¿Cómo saber si no serían otra frustración? Ella usó todos los argumentos que pudo: “ tus nervios, la primera vez, el temor al cambio, los principios conservadores, las restricciones culturales… “ y por supuesto sus deseos, sus ansias, sus ganas de volver a usarlos. Fue un combo que terminó por convencerlo y definitivamente se encaminaron hasta el escondrijo.

Como la vez anterior caminaron a la luz de una tenue linterna por el camino lateral hasta el angelote cubierto de musgo. Siguiendo la indicación de este, entraron al viejo oratorio y corrieron el ara de madera donde habían escondido la bolsa.

Para su sorpresa y desconcierto, la bolsa ya no estaba y en su lugar los aguardaba una prolija tarjeta negra que rezaba: “Sus vicios innecesariamente ocultos les germinarán perpetuas lamentaciones”

Las hipótesis fueron infinitas. Él era partidario de marcharse y olvidarlo para siempre. Ella quería estar cubierta y saber qué fue de sus cosas. Después de una discusión casi desesperante, acordaron al fin irse del lugar y no volver nunca más sobre el tema.

Por unos días todo pareció normal, hasta que un sábado, llegó a la casa de ella un sobre conteniendo otra tarjeta negra donde se podía leer: “Sus cosas los aguardan para ser usadas en el lugar donde las depositaron. Las perpetuas lamentaciones son el mejor lugar para esconderse.”

Sin entender nada, esa misma noche, decidieron volver al viejo oratorio. Fueron directo al escondite y comprobaron que la bolsa estaba en ese lugar, alguien la había repuesto, alguien sabía de su existencia. Acordaron dejarlas allí mismo y no regresar. Así que la escondieron y se propusieron salir cuanto antes. Fue entonces cuando descubrieron con espanto que la vieja puerta había sido trancada desde afuera.

Inútil fue golpear y gritar. Los ruidos se perdían en el silencio del cementerio. Eran presa de las intensiones de quien sabe qué mente enferma. Convencidos que todo era inútil y paralizados en el encierro, cayeron dormidos a un costado del pequeño y húmedo edificio esperando el otro día y con él la llegada de gente que pueda sacarlos de allí. Sería domingo y mucha gente acostumbra visitar sus muertos por la mañana.

Al día siguiente ella despertó sintiendo su cabeza terriblemente pesada. Inmediatamente cayó en la espantosa cuenta que estaba rodeada de gente, en el camino central del cementerio y usando parte de los objetos que habían escondido en la ermita. Tenía puesto un traje de látex negro adherido que dejaba ver sus nalgas y pechos, en sus manos llevaba una fusta y guantes con uñas de metal que simulaban garras. Él yacía esposado sobre una tumba con un antifaz de cuero y una especie de guardamontes de acrílico. Ambos exhibían claros signos de haber probado los lascivos elementos de placer que habían escondido temiendo que alguien descubra sus más íntimos deseos.

El juicio de las personas que estaban a su alrededor era implacable. Las mujeres con ramos de crisantemos entre sus manos, exigían a gritos lo peor horrorizadas por el espectáculo. El alboroto fue tal que nadie en los alrededores permaneció ajeno a la repudiable noticia. No tardó en aparecer la policía que efectuó el arresto inmediato. Sobre todo al comprobar que había rastros de cocaína sobre sus cuerpos. Ambos fueron llevados a la cárcel por tenencia de estupefacientes y otros cargos entre los que se cuenta la profanación del cementerio local bajo sospecha de practicar la necrofilia.

A los días de su arresto, ambos recibieron en sus celdas una estampita con la imagen de las perpetuas lamentaciones. Detrás de ella se podía leer: “Las perpetuas lamentaciones son el escondite perfecto. La autenticidad la puerta para la liberación”.

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