viernes, 3 de junio de 2011

El vaivén de los cipreses

"Cuenta la leyenda del Ciprés de la Sultana, que allí en los patios de la Alhambra donde termina la Escalera del Agua, la esposa de Boabdil, último rey nazarí de Granada, fue sorprendida con un Caballero Abancerraje de la Tribu de Abend Hud.
Allí mismo, contra un ciprés fue degollada desencadenando la extinción de la familia de los Moros".



El aire de la madrugada recorría los cipreses de un jardín que servía de marco oportuno para una fiesta sencillamente ideal. Sonaba surgiendo desde el mismo ambiente, un relajado tema de Julieta Venegas, al cual inusualmente le había entregado mi cuerpo. Y me balanceaba despreocupadamente en medio de un paisaje de completa distensión. No era el comportamiento habitual, pero no importaba en absoluto, brillaba en aquella noche, extrañamente lo había logrado.


Esa fiesta en medio del jardín de cipreses movidos suavemente por el viento de una madrugada primaveral, era definitivamente perfecta.


En ese contexto, ella irrumpió, con lágrimas en los ojos y moviendo magistralmente su elegante y opulento abanico a la moda de Eugenia de Montijo. Una gota de maquillaje manchaba su delicada camisola de estilo oriental. Llegó hasta a mí e intentó sin éxito romper mi hechizo con una frase que me fue indiferente: “Se cumplió la predicción que desde el primer momento vaticinó Vera”...



Una hora antes, muy lejos del jardín de cipreses, se había abierto la puerta del ascensor y él había quedado al descubierto frente a los estupefactos vecinos que bajaron espantados al palier, esperando a la policía después de oír los desgarradores gritos que provenían desde el interior del departamento.


Cuando se abrieron las puertas forradas de aluminio gris, él dibujaba una sonrisa perversa mientras miraba abstraído una cuchilla que goteaba pacientemente sangre a punto de coagularse.


Estaba desnudo, en una de sus manos sostenía una cuchilla y en la otra una hoja de agenda arrancada con desprolijidad donde podía leerse un número de teléfono escrito con tinta azul.


Los gritos se habían iniciado más o menos veinte minutos antes de ver este espectáculo.


Él vivía esporádicamente con su madre en aquel departamento. Todos sabían en el edificio de las constantes depresiones de su madre y las locuras generadas a partir de ella. De ese modo alternaba los pocos aspectos de su vida, casi exclusivamente su estudio, con las tragedias de turno fundamentadas en teóricos abandonos y olvidos que la madre protagonizaba con efectividad.


En el último año había logrado tener a una persona a su lado, la única y la primera en su vida a este momento, y también había renunciado a ella obedeciendo a esa especie de imperativo categórico que la madre le instalaba cotidianamente en sus pensamientos.


La historia de amor entre ambos había germinado con la promesa de convertirse en una situación perpetua. Sólo que la sombra de su madre nunca claudicó en su propósito de concluir con toda aquella telenovela transpolada a la vida real.


Los intentos constantes por darle fin fueron incrementando su intensidad con el pasar del tiempo y al cabo de unos meses dieron su fruto.


Justamente minutos antes de entrar en el ascensor, él rememoró aquel día. El llamado desesperado donde amenazaba matarse y la entrada a su departamento viéndola con una pierna trepada al balcón en medio de gritos y reclamos de atención. Fue ese día cuando decidió ponerle fin a su oportunidad. Aplazándola para más adelante o aventurándose a los designios del destino con la posibilidad de encontrar otra persona, más cercana a las expectativas y demandas de su progenitora y guardiana. Desde entonces cargaba con la huella que dejó en su vida, aquella que puso por primera vez una pisada en sus sentimientos de hombre.


Desde aquella decisión reinaba una aparente calma. Pero la estabilidad lograda, llegó a su fin aquella noche cuando su madre quiso dar un paso más en la posesión que había logrado sobre su hijo.


Ambos se habían acostado temprano, conforme a una rutina que les era habitual. La normalidad se rompió cuando su madre se metió en la cama que él ocupaba reclamándole ser amada a un extremo antinatural.


Con la somnolencia característica de quien sufrió la interrupción del sueño, no reaccionó de primer momento frente a los comportamientos horrorosos de las prácticas incestuosas que su madre gozosamente le comenzó a practicar.


Resistió así el quedar desnudo, el rozamiento del mismo cuerpo que lo había engendrado, el beso de una boca seca, la incontenible ansiedad de una felación efectuada sin reservas ni pudores.


Fueron pocos pero contundentes instantes, hasta que al fin reaccionó y corrió desnudo fuera de la habitación. Su madre lo persiguió con furia, ofreciéndole sin disumulo su carne y reclamándole correspondencia.


Fueron tales los epítetos del incesto y las imágenes de su madre desnuda gimiendo, que su mente no logró resistir el momento. Junto a la mesada de la cocina, tomó un cuchilla y con la bronca por todo lo que no fue, por el horror de aquella invasión nocturna, por lo sucio de aquellas palabras, se dedicó a cortarla en tantos pedazos como fuera posible. Solamente pensaba en reducirla. Como si así, provisto de aquella arma de acero, pudiese borrar definitivamente de su vida la pesada huella de la mujer que lo trajo al mundo.


Cada vez que el cuchillo se hundía en la carne, cada vez que le arrancaba un pedazo del cuerpo, su madre respondía con gritos desgarradores. Con el tiempo y a medida que lo ganó el entusiasmo en la empresa, él arrojaba al aire sarcásticas carcajadas. El macabro espectáculo duró trece minutos. Aun el silencio no había ganado la escena cuando los vecinos alertaron a la policía.


Apenas cayó al piso el cuerpo lacerado de su madre, el silencio que inundó el departamento se alteró por el ruido de las sirenas policiales que coparon la calle. Él dio media vuelta, buscó su agenda y arrancó una hoja donde tenía anotado un número de teléfono con el nombre de quien quiso amar una vez, salió de la vivienda, pidió el ascensor y así desnudo, manchado de sangre y con el arma que había usado para ejecutar su cometido en una de sus manos, bajó para encontrarse con el mundo.


Sin resistencias fue introducido a un auto que lo llevó a la comisaría. Una vez allí solicitó se le comunicara con la persona cuyo nombre se leía en el papel, para contarle todo lo que había ocurrido. No permitieron que lo haga él mismo, quien llamó fue un policía de voz corroída por el cigarrillo.


Así se enteró ella, que hasta momentos antes disfrutaba de la fiesta, con un impactante abanico que agitaba arrancándole suspiros de alivio al viento de primavera, en medio de un jardín de cipreses inundado de una melodía distendida, donde yo me entregaba a esa música, completamente indiferente y despreocupado…




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